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¿Qué dirán de Arafat?

Publie le Viernes 19 de noviembre de 2004 par Open-Publishing

Por Robert Fisk

Fue totalmente leal al sueño palestino y ese sueño lo hizo miserable. Tengo una
cinta grabada de Arafat, sentado conmigo en la fría y oscura ladera de una montaña
en las afueras del puerto de Trípoli, en el norte de Líbano, en 1983, donde el
viejo -le decían el viejo desde mucho tiempo antes de que lo fuera- estaba sitiado
por el ejército sirio, otro de los "hermanos" árabes que quisieron encabezar
la causa palestina y acabaron combatiendo a los palestinos en vez de a los israelíes.
Peor aún, los sirios habían inducido a algunos de "sus" palestinos a unirse al
acoso.

Apenas un año antes, Arafat y su OLP resistieron un cerco de 88 días en Beirut, la capital libanesa, tendido por el ejército israelí bajo el mando del ministro de defensa, Ariel Sharon. Ahora la suerte una vez más le había vuelto la espalda.

La cinta rechina y de cuando en cuando se escucha a lo lejos el estruendo de un proyectil al estrellarse en la colina. Volví a correrla este jueves, escuchando el ulular del viento a través del micrófono:

Arafat: No voy a alejarme de mis luchadores de la libertad mientras enfrentan el peligro y a la muerte... Es mi deber estar junto a mis combatientes, mis oficiales y soldados.

Fisk: Hace un año charlamos usted y yo en Beirut occidental. Henos aquí ahora en una ladera azotada por el viento en las afueras de Trípoli, a 80 kilómetros de la frontera de Israel, o de Palestina, y la gente dentro de Fatah se rebela.

Arafat: vea usted, voy a darle otra prueba de que somos duros de pelar. Espero que recuerde aún lo que Sharon mencionó al principio de esta invasión. Soñaba que en tres o cuatro días liquidaría o aplastaría a la OLP, a nuestro pueblo, a nuestros luchadores por la libertad... y aquí estamos. El sitio de Beirut, las batallas del sur de Líbano, este milagro, 88 días, la guerra árabe-israelí más prolongada... y después tenemos esta guerra de desgaste con el ejército israelí, no sólo los palestinos, en definitiva, sino también nuestros aliados los libaneses; estamos participando en esta guerra y estamos orgullosos -yo lo estoy- de tener esta valiente alianza.

Fisk: ¡Pero estamos a 80 kilómetros de Palestina!

Arafat: ¿Qué diferencia hay entre estar a 80 o a 80 mil? A un metro de la frontera de Palestina, todavía estoy muy lejos.

Arafat era un soñador, característica popular entre los palestinos, que sólo tienen los sueños para darse esperanza. Incluso en los primeros días, si se requería algún acuerdo de su parte, podía hablar con los israelíes, incluso insinuar que aceptaría la partición de Palestina. "Viviré en un kilómetro cuadrado de mi tierra", solía decir; la proporción geográfica no era uno de sus fuertes.

Pero si uno de los más extraños satélites de la OLP avergonzaba a los palestinos -y al mundo- al asesinar a un inocente, Arafat intervenía para evitar mayores tragedias, con lo cual adquiría prestigio a partir de los propios crímenes de su organización. Así, el asesinato por palestinos de un pensionado judío lisiado, de nombre Leon Klinghoffer, a bordo del secuestrado crucero Achille Lauro, en 1985, supuestamente pasaría a segundo término por el gesto humanitario de Arafat de gestionar la liberación de los otros 300 cautivos.

Sin embargo, fue su mayor error político -su apoyo a Saddam Hussein después de la invasión a Kuwait, en 1990- el que le dio su victoria más grande y más hueca. Al igual que el rey Hussein, quien también se negó a apoyar la pax americana del presidente Bush padre, Arafat quedó lo bastante debilitado para hacer las paces con Israel, y los acuerdos de Oslo -el tratado de paz más precario desde Versalles- fueron el anzuelo para atraerlo.

Arafat creía que le estaban dando a Palestina -categoría de Estado, timbre postal, una aerolínea nacional, prestigio, admiración, Jerusalén occidental y un ejército-, pero nadie le ofrecía tal cosa. Oslo resultó ser una oferta de colaboración: se pedía a Arafat servir de policía en Cisjordania y Gaza por cuenta de Israel, así como el general Lahd, el renegado oficial del ejército libanés, manejaba el pequeño feudo israelí en el sur de Líbano. Su tarea no era representar a su pueblo, sino "controlarlo"; de ahí que los israelíes adoptaran con tanta rapidez como mantra la pregunta "¿puede Arafat controlar a su pueblo?"

Por supuesto, no pudo. Hamas había sido una creación israelí para equilibrar el poder de Arafat -allá en los tiempos en que los miembros de la OLP eran los "superterroristas" de Medio Oriente-, y Arafat no iba a librar una guerra civil en "Palestina" por cuenta de Israel. Así pues, se aferró al poder no con autoridad, sino con dinero, pagando a sus hombres armados y a sus comparsas, y haciendo un indulgente caso omiso de algunas organizaciones desprendidas de la OLP en tanto prometía seguridad, prosperidad, paz, categoría de Estado y todas las demás cosas que Oslo no le concedería.

Su amiguismo fue parte de su fracaso. Reacio a permitir que palestinos más jóvenes y con mejores estudios manejaran siquiera su red de relaciones públicas, se rodeó de voceros de edad mediana, ineptos de solemnidad, de furia estentórea e inglés incomprensible (error que los propagandistas de Israel no cometían). Cuando Tel Aviv renegó de los acuerdos de retiro, sobre todo bajo el régimen de Benjamín Netanyahu, Arafat rogó a Washington que lo ayudara a mantener el calendario en el que nadie sino él creía. "Eso corresponde a las partes interesadas", respondía el Departamento de Estado, poniendo todas las decisiones en manos de la más poderosa de esas partes, la israelí.

No podía proteger a su pueblo de las incursiones militares o los ataques aéreos israelíes, y tampoco pudo proteger a los israelíes cuando atacantes suicidas palestinos comenzaron a arrojarse contra su sociedad. No pudo detener la construcción de asentamientos ilegales sólo para judíos en tierra árabe ni obtener siquiera una minúscula franja de Jerusalén como capital palestina, ni un metro cuadrado de esa ciudad para vivir. No pudo obtener permiso para que un solo refugiado palestino regresara a vivir en el hogar del que su familia fue expulsada en 1948. No podía resguardar sus propias fronteras nacionales. No se le permitió controlar su aeropuerto. Al final, la única forma en que pudo salir del devastado edificio donde vivía fue emprendiendo el proceso para morir.

Como tantos líderes árabes, Arafat gobernó por la emoción más que por la razón -George Bush hijo es el equivalente más cercano, con su guerra en Irak-, lo cual lo condujo a torneos de retórica que eran tanto una panacea para su pueblo como un insulto para la elite educada del mismo. Edward Said, el más brillante de los académicos palestinos, acabó alejándose de Arafat a causa de sus continuos disparates y su dominio vanidoso y dictatorial. Arafat prohibió los libros de Said y los palestinos que querían leerlos tenían que comprarlos en Israel.

"La gente lo amaba, por supuesto", me dijo Said una tarde en Beirut, mientras tocaba el piano para atemperar el efecto de otro discurso de Arafat. "Se paraba en el podio, prometía un Estado palestino y la gente aplaudía, gritaba y azotaba los pies en el piso. Alguien le preguntaba cómo sería ese Estado; entonces Arafat señalaba a un niño sentado en primera fila y decía: ’Si quieres saber la respuesta a ese pregunta, debes preguntarle a todo niño palestino qué quiere’. Y la multitud enloquecía de nuevo. Era una respuesta muy popular. Pero ¿de qué rayos hablaba? ¿Qué quería decir con eso?"

Sólo Hanan Ashrawi podía decir a Arafat lo que pensaba. "Creo que yo era la única que lo llamaba para decirle que estaba equivocado", me contó una vez. "Le decía, señor presidente, esto está mal, no va a funcionar. Y luego sus consejeros venían y me decían, ’¿cómo puede hablarle así al presidente? ¿Cómo se atreve a criticarlo?’ Pero alguien tenía que hacerlo."

Hubo otra conversación, más profunda, entre Said y Arafat, en 1985, cuando discutían sobre Haj Amin Husseini, el gran mufti de Jerusalén que apoyó la revuelta de 1936 contra el gobierno británico, quien siempre creyó que los sionistas tomarían tierra palestina para un Estado israelí, pero acabó en el Berlín de la guerra, apremiando a Hitler a evitar la emigración de judíos a Palestina y animando a los musulmanes bosnios a unirse a las SS.

Relataba Said que el líder de la OLP le puso la mano en la rodilla y la apretó con fuerza. "Edward -le dijo-, si hay algo que no quiero ser, es como Haj Amin. Siempre tuvo la razón, pero no logró nada y vivió en el exilio."

¿Qué dirán de Arafat? Los israelíes negaron el permiso para que Haj Amin fuera sepultado en Jerusalén. Ariel Sharon ha dicho ya que la misma regla se aplicará a Arafat. En la muerte, por lo menos, Arafat y Haj Amin fueron iguales.

Traducción: Jorge Anaya

 http://www.jornada.unam.mx/2004/nov04/...