Portada del sitio > Hace 49 años...el principio del fin de la dictadura somocista

Hace 49 años...el principio del fin de la dictadura somocista

Publie le Viernes 23 de septiembre de 2005 par Open-Publishing

por Giorgio Trucchi

Hacia el 50 aniversario de la muerte de Rigoberto López Pérez

Han pasado 49 años desde aquel 21 de septiembre de 1956, cuando el joven poeta y militante Rigoberto López Pérez, tomando entre sus manos su propio destino y lo de Nicaragua, ejecutó al dictador Anastasio Somoza García, asesino del General Sandino y primer fundador de la "Estirpe sangrienta", que fué erradicada para siempre de Nicaragua gracias a la Revolución Popular Sandinista el 19 de julio de 1979.

Fueron casi 50 años de feroz dictadura donde la familia Somoza, con el beneplácito y la ayuda incesante de los Estados Unidos, mantuvo la población nicaragüense bajo represión y humillación y se apoderó de los recursos económicos del entero país.

En este 49 aniversario y después de que los gobiernos neoliberales surgidos después de la derrota electoral del Frente Sandinista en 1990 borraron el nombre de Rigoberto López Pérez de escuelas, edificios y centros deportivos para dejar en el olvido la memoria histórica de este País, la Alcaldía de Managua ha puesto, en este aniversario, la primera piedra de lo que será el monumento en honor a López Pérez.
Entrando en el 50 aniversario de su muerte, el escritor y analista político, Aldo Díaz Lacayo, recuerda aquel gesto que fue "el principio del fin de la tiranía."

(Giorgio Trucchi)


Solo consigo mismo. Como siempre lo estuvo. Porque desde niño fue tímido, huraño, ensimismado, un tanto místico, y por lo mismo también reflexivo. Durante algunos años meditó largamente sobre la liberación de su Patria, Nicaragua. Por lo menos a partir de la rebelión de abril de 1954, o más bien de la masacre de abril de 1954 y de su igualmente brutal secuela de represión y expatriación, que lo reafirmó en su exilio voluntario en San Salvador.
Entonces llegó a la conclusión que también lo atormentó a lo largo de todo ese tiempo: ajusticiar al tirano, liquidarlo para iniciar «el principio del fin de la tiranía», como él mismo calificó su acción, porque estaba consciente de que la muerte del tirano no implicaba el fin de la tiranía -como equivocadamente muchos le atribuyen. Un tormento que no sabía cómo vencer, hasta que finalmente descubrió la forma.
Y es que en medio de su soledad y a pesar de su timidez encontró en el deporte -en el béisbol, que por transculturización es el deporte nacional de Nicaragua- una forma paradójica de socializar en el anonimato. Porque entre deportistas aficionados no suele haber estrellas y desde luego porque su personalidad lo hacía inmune a la eufórica pasión que inevitablemente produce el deporte, aun entre aficionados. Así conoció a los exiliados nicaragüenses en El Salvador, políticamente activos: que colmaban su compromiso con la libertad de Nicaragua en la conspiración, casi siempre ingenua, improductiva, pero siempre desgastante.

Entonces se dio cuenta que su amor a la Patria era infinitamente mayor que su timidez innata. Y la venció. Decidió compartir su íntima decisión con ese grupo de exiliados, que como primera reacción se espantaron y trataron de disuadirlo. No porque estuvieran en contra, sino porque estaban absolutamente seguros de que la acción implicaba la entrega de su propia vida, su inmolación, a riesgo además de no lograr su objetivo. Pero los convenció y logró su apoyo decido, y ahora sí conspirativo.
Un apoyo que por la naturaleza individual y la magnitud inconmensurable de su acción resultó más tímido que su propia timidez: enseñarle a disparar hasta convertirlo en francotirador; intentar la potenciación política de su acción contactándolo con algunas personalidades al interior de Nicaragua, que por temor y desconfianza resultaron huidizas y que de todas maneras fueron víctimas de la represión y sometidas a Consejo de Guerra junto a cientos de connotados opositores de todos los sectores. Y financiarle sus tres viajes a Managua, el último el 5 de septiembre, para precisar el sitio de la acción y lograr una base mínima de apoyo logístico para llevarla a cabo -que para él no era determinante y que a la postre fracasó porque resultó imposible su coordinación. Finalmente, pues, de nuevo se quedaría solo, como siempre lo había estado a lo largo de su corta vida: veintiséis años para entonces.

La primera fecha que escogió fue el 14 de septiembre. Quería que su acción coincidiera con el Centenario de la efeméride más importante de la Patria, después de la Independencia. Fecha también inaugural de la Guerra Nacional. Aprovechando la apertura del sitio por las actividades preparatorias a la conmemoración del Centenario, estuvo y revisó cuidadosamente, palmo a palmo, el terreno de la vieja casa hacienda de San Jacinto y lo desechó: no era el ambiente adecuado, demasiado abierto para una acción que requería cercanía con el tirano, su único objetivo.
Y aunque no estaba en sus planes, porque ni siquiera adolecía del provinciano orgullo localista, la vida lo obligó a llevar a cabo el magnicidio en León, su ciudad natal. Ahí era suficientemente conocido por su afición a la literatura, que lograba satisfacer con regulares contribuciones a los periódicos y revistas leoneses y que le habían ganado el calificativo de poeta -entre elogioso y despectivo en un país donde abundan quienes honradamente luchan y no logran serlo, víctimas del síndrome del «paisano inevitable», del monstruo de la literatura castellana, de Rubén.

Siete días después de la fecha inicialmente decidida, en la Casa del Obrero, de León, donde el tirano celebraba anticipadamente su próxima reelección con un baile de gala pero popular; en una fecha que a pesar de estar grabada en el inconsciente colectivo nacional muy poca gente mantiene en la memoria, y que sólo el gobierno de la revolución ha reivindicado -despertando recelos, quizás porque se vio obligado a apropiarse de su heroísmo-, el 21 de septiembre de 1956 entró de lleno a la historia moderna de Nicaragua, entregando también su vida.

¿Quién reivindicará y cómo se conmemorará el Cincuentenario del «principio del fin», el próximo año? ¿Será posible constituir una instancia nacional plural con este propósito? ¿Habrá quién se atreva a fusionar este Cincuentenario con el Sesquicentenario de la Batalla de San Jacinto, de la Guerra Nacional, como él quería? ¿Qué hará este gobierno? ¿Y la Asamblea Nacional, que entonces estará presidida por el Partido Liberal Constitucionalista? ¿Qué harán entonces los poetas con este poeta del heroísmo? ¿Será ocasión el Cincuentenario para reivindicar definitivamente el 21 de septiembre como efeméride nacional, o será causa de una nueva y más radical polarización política en agravio de su memoria? ¿Cuánto incidirá en esta disyuntiva el proceso electoral del próximo año?

Todavía hay tiempo, un año a partir de ahora, para responder con sentido histórico a estas y tantas otras preguntas que plantea la conmemoración del Cincuentenario de su acción heroica. Para convertir entonces la conmemoración de esta fecha en un reencuentro nacional, porque finalmente allí arranca la historia moderna de Nicaragua. Para ratificar consensuadamente como Héroe Nacional a Rigoberto López Pérez.

(Aldo Díaz Lacayo)