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Una vida de utopías

Publie le Viernes 14 de enero de 2005 par Open-Publishing

"La brecha entre saturación y hambre, entre sobreconsumo e indigencia es la que puede acabar consumiendo al hombre y al planeta en un holocausto común."

Los ambientalistas de Colombia se reunieron en Calí para rendir homenaje a los más importantes defensores de la vida en todas sus formas. Lo que sigue es el texto del discurso de uno de ellos el Doctor Augusto Angel Maya. Un llamada a construir una cultura ambiental y un mundo justo se asoma por entre estas líneas que resumen una vida de reflexión y acción.

Una vida de utopías
Por el Doctor Augusto Angel Maya

“Somos hermanos en la sangre de la materia”

Ante todo quiero agradecer a las ONGs y a las universidades que se han querido asociar en este homenaje ofrecido al final de mis días y de mis fuerzas. Me siento particularmente contento de que haya sido pensado como un acto colectivo, en el que comparto el cariño y el reconocimiento de viejos amigos, con dos compañeros de luchas quijotescas. Aníbal Patiño, un denodado campeón de más de una lucha ambiental, quien , salido del campo de la biología, ha ido comprendiendo cada vez más las raíces sociales del problema. Mario Mejía, un luchador sin escrúpulos y sin cortapisas, que nunca le ha temido al fragor de las batallas.

De hecho somos tres personalidades distintas, venidas de ángulos y de perspectivas diferentes, pero a quienes la vida nos ha reunido en torno a una lucha común, que es la lucha de todos los que estamos aquí reunidos. Es la lucha de la madre tierra, ante la cual las diferencias se desvanecen. De hecho no hemos sido más que los intérpretes de un planeta herido. La madre tierra es la que nos ha dictado sus exigencias.

Pero para lograr identificarnos con los clamores de la tierra, hemos tenido que reconocer que somos parte de la tierra. Esa ha sido nuestra aventura y el sentido de nuestra lucha. No se trata de luchar por algo que está por fuera de nosotros, sino por un sistema vivo del que somos parte solidaria. Reconocerlo, al menos en mi caso, ha sido el resultado de una odisea intelectual y humana, que hoy quisiera recordar con ustedes, porque posiblemente en muchos de su parajes nos encontramos identificados.

No fue un camino fácil y creo que mientras no lo hayamos recorrido en toda su extensión no es posible sentirse plenamente identificado con los compromisos ambientales. Sin duda, en este recorrido no hemos hecho otra cosa que repetir el camino de todo esfuerzo científico, pero de una ciencia que no consiste solamente en la repetición memorística de fórmulas abstractas, sino que se identifica con la lucha del hombre por comprenderse como parte integrante de la vida y del cosmos. Fue la lucha de Copérnico, que entrega los resultados de sus investigaciones cosmológicas solamente en su lecho de muerte, porque las encuentra demasiado alejadas de las perspectivas de su entorno. Fue la lucha de Giordano Bruno, quemado en la Piazza dei Fiori, por haber comprendido que la naturaleza no es más que la “lex insita rebus”. Fue la lucha del viejo Galileo, que, encerrado en su prisión, seguía sintiendo que la tierra se movía bajo sus pies. Fue la lucha de Darwin que en su diario íntimo nos ha trazado un conmovedor retrato de su itinerario interior.

La ciencia no es una tarea fácil. No la podemos identificar con ese baño superficial y sin compromisos que nos proporciona la educación formal en colegios y universidades. Sólo podemos comprender el sentido de la ciencia, cuando vislumbramos sus raíces filosóficas y no sólo sus fórmulas frías. Lo que ha venido haciendo la ciencia moderna no es más que intentar unificar el disperso tejido de nuestro mundo simbólico, evitándonos así la angustia que nace de la esquizofrenia cultural. No lo ha logrado y no sabemos si lo logrará. Lo que está a la vista es que el hombre sigue roto, porque se sigue sintiendo como un ser sin naturaleza, o como un ser por fuera de la naturaleza. No podemos menos de recordar las palabras emotivas de Spinoza: “La mayor parte de los que han escrito sobre los sentimientos y sobre la dirección de la vida humana, parece no tratar de cosas naturales, que se siguen de las leyes comunes de la naturaleza, sino de cosas que están por fuera de la naturaleza. Conciben al hombre en la naturaleza, como un Imperio dentro de otro imperio”.

¿En qué momento se salió el hombre del reino de la naturaleza, para construir su propio imperio? Para escapar al laberinto que él mismo había construido, Dédalo, el hábil ingeniero cretense, tuvo la peligrosa ocurrencia de construir un par de alas para él y otro para su hijo Ícaro. Cuando se es hombre no es tarea fácil manejar las alas. A pesar de las recomendaciones de su padre, Ícaro echó a volar alegremente, ascendiendo sin temor hasta las cercanías del sol. El calor solar derritió la cera que mantenía unida las lustrosas plumas e Ícaro se precipitó de nuevo a tierra, sobre la isla que lleva su nombre. En ella no queda sino su recuerdo y su tumba. No se juega impunemente con la naturaleza. No sabemos qué pasó con Dédalo, aunque en toda aventura no deja de haber un James Bond ileso.

Este mito simboliza bien la trágica historia de la cultura occidental, que hoy en día, para bien o para mal, es la cultura de todo el planeta. Cansado posiblemente con las condiciones de su existencia terrena, el hombre decidió construir alas míticas, que lo alejasen de un panorama enojoso. Ello fue literalmente así. Platón emprendió la fuga, para escapar al influjo de la ciencia jonia, al dominio de la peligrosa retórica sofista y a las trampas injustas, pero eficaces de los políticos atenienses. Para su fortuna, el chamán Pitágoras había construido ya las alas, echando a volar el alma, como un pájaro descarriado y Parménides había construido un sólido edificio teórico para sustentar la trascendencia. La tarea de Platón consistió en tomar estas piezas y construir la más extraña pirámide filosófica, sostenida no sobre su base, sino sobre el ápice inestable. Una pirámide invertida, ese es quizás el mejor símbolo de nuestra cultura. Lo más extraño, sin embargo, no es que haya sido construida, sino que se haya conservado casi intacta hasta hoy.

Una construcción teórica de esta naturaleza no podía sustentarse en el humilde terreno hipotético de la filosofía o de la ciencia y tuvo que ser trasladado al campo de la religión. En el terreno del dogma es posible cualquier tipo de pirámide invertida. No hay que sustentarla con argumentos. Eso es exactamente lo que hace Parménides. Su poema no es la propuesta de un filósofo, sino la aceptación ciega de las palabras de una diosa desconocida. La diosa no pide que se investigue la verdad, sino que se acepte como un camino trazado de antemano. La filosofía se convierte en esta forma en mandato ético, pero la ética, al mismo tiempo, pierde su autonomía. La filosofía se tiene que traducir en dogma. Si la verdad es algo construido de antemano, la ciencia pierde su significado o como lo dice el biólogo Dobzhansky, se convierte en un enfadoso ejercicio de Strep-tease.

¿Cuál es la visión del mundo que nos ha trasmitido el platonismo? Ante todo que la materia es el origen de todo mal y la materia se identifica con la naturaleza. La salvación para el hombre y para la sociedad solamente puede adquirirse huyendo afanosamente de las cadenas materiales que nos mantienen aferrados a un mundo ilusorio. Mientras más rápido se realice la fuga, tanto mejor. Todo bien proviene de una fuente externa, que nada tiene que ver con la realidad deleznable del mundo material y el alma pertenece a ese mundo incontaminado. Se trata, por tanto de un alma desterrada del mundo extraterrestre, no sabemos porque motivo. El cuerpo y la naturaleza se convierten en su cárcel pasajera. Dentro de esta visión, el mundo, este vasto mundo de contradicciones y de súbitos y efímeros arreboles; este mundo de abrazos y de encuentros emocionados; esta maravillosa comedia humana, se vacía de sentido o sólo adquiere un sentido impuesto desde fuera. También la ciencia pierde su sentido y no representa otra cosa que la constatación de los errores cometidos por una materia descarriada.

Contra esa visión desencantada, que ha impuesto al mundo la cultura de Occidente, la ciencia ha ido tejiendo pacientemente de nuevo el fatigoso, pero creativo camino de la materia. Nos ha enseñado cómo, hace miles de millones de años, un átomo primitivo explotó, dando origen a la materia y dispersando los soles a través del espacio. Vivimos todavía dentro de un universo en expansión. Quizás llegue un momento en que la energía-materia llegue a su máximo de expansión y comience una nueva sístole, confirmando en esta forma la sentencia del viejo Heráclito. “Este mundo ordenado, siempre ha existido, existe y existirá como un fuego siempre vivo, que se enciende con medida y se apaga con medida”. Nos ha enseñado igualmente la ciencia, que la vida se inició humildemente en los mares del precámbrico y que desde ese entonces no ha cesado de florecer en especies, diversificando los nichos y encontrando siempre nuevas posibilidades creativas. Nos sigue enseñando que la vida actual se inicia en ese acto creativo de la fotosíntesis, y que la vida no es otra cosa, por tanto, que arco iris transformado en movimiento y acción. Nos ha enseñado igualmente la verdad que quizá ha herido mas dolorosamente nuestro orgullo platónico, a saber, que el hombre es el resultado sorprendente de esa evolución.

Este lirismo por la materia y la vida es el que quisiéramos recuperar para la conciencia ambiental. No vale la pena luchar por la vida si el mundo solamente es un enojoso valle de lágrimas. Por lo que estamos luchando es por la vida que se ha ido construyendo en el penoso pero sorprendente camino de la evolución. Somos el resultado de un encuentro maravilloso de coincidencias y de posibilidades adaptativas en cada instante del tiempo evolutivo. Estamos luchando por la supervivencia y por las posibilidades de evolución de las infinitas formas de vida que pueblan el planeta, porque todas ellas, animales y plantas, son nuestros congéneres. Pertenecemos todos a un tronco común. Somos hermanos en la sangre de la materia.

Pero si bien, por el camino de la ciencia hemos podido recuperar al menos parcialmente el sentido de la materia y el lirismo de la vida, ha sido ese mismo camino el que nos ha llevado al dominio tiránico de la naturaleza. La ciencia nos ha colocado en el límite de nuestras posibilidades ambientales, porque ha sido una ciencia orientada por una cosmovisión parcelada y peligrosamente alienada. Mientras el científico descubría los secretos del átomo, el político aprovechaba los descubrimientos para aumentar los arsenales de destrucción. El científico se podía quizás sentir hermanado con la naturaleza, pero la cultura, orientada por el político, seguía siendo un imperio dentro de otro imperio. Esta dicotomía entre ciencia y política, entre laboratorio experimental y filosofía, refleja mejor que nada, la esquizofrenia de la cultura. La filosofía y con ella, la ética y la política, siguen subordinadas al platonismo. Todavía en Kant la ética consiste en desprenderse de los enojosos hilos de la materia.

Pero la esquizofrenia no preside solamente los distintos compartimentos de la cultura, sino que está adherida a las fibras íntimas de nuestro computador personal. Está enraizada en los lóbulos sinuosos del cerebro y nos acompaña en nuestra actividad diaria, de manera que podemos levantarnos como buenos platónicos, pasar luego a las aulas de clase a repetir devotamente las lecciones de la ciencia para refugiarnos de nuevo por la noche en nuestros refugios ocultos. Ni siquiera somos conscientes que estamos viviendo en un mundo simbólico peligrosamente contradictorio. La ciencia no ha logrado sustraerse siempre al encanto de la fuga. Las ciencias sociales siguen construyendo un sistema cultural, sin adherencias con la tierra, como si la historia del hombre fuese la aventura de un conquistador extraterrestre y las ciencias naturales siguen, la mayor parte de las veces, pensando la naturaleza sin el hombre.

Por ello, la conciencia ambiental nos reta, no solamente a seguir el camino de la ciencia, sino a reformar sus estructuras. Necesitamos una ciencia para la vida y no una ciencia para la destrucción. Toda sociedad tiene la ciencia que se merece. A una sociedad egoísta, basada sobre el sagrado principio de la competencia, sólo puede corresponder una ciencia basada en el canibalismo epistemológico. Necesitamos una ciencia solidaria, pero ello sólo será posible a medida que construyamos una sociedad solidaria. Una sociedad que reconozca, por una parte, la dependencia de la naturaleza y por otra, la solidaridad del destino humano.

A diferencia de nuestros congéneres en el sistema de la vida, nosotros, hombres y mujeres, tenemos que construir penosamente nuestro destino. No habitamos ya la seguridad de un nicho. Desde el momento en que fuimos desterrados del paraíso ecosistémico, llevamos sobre los hombros la difícil, pero maravillosa responsabilidad de construir nuestro futuro y con nuestro futuro, el de toda la naturaleza. Ese es, al mismo tiempo, el extraño y grandioso destino de la especie humana. Salido hace poco de la matriz evolutiva, el homo sapiens no tiene más alternativa que organizar la naturaleza alrededor de su casa. En eso ha consistido el sentido exultante, pero ambiguo de la historia. El hombre solamente puede sobrevivir, avanzando peligrosamente en el proceso de domesticación de la naturaleza. Construir cultura es organizar de nuevo el mundo alrededor del logos. Por ello vuelve a ser cierta la frase de Protágoras: El hombre es la medida de todo: De lo que es, en cuanto que es y de lo que no es, precisamente porque no es.

Este es el destino prometéico que ha intentado arrancar de nuestras manos la cosmovisión platónica y frente al cual nos está colocando de nuevo la ciencia moderna. No podemos escapar al destino de ser un animal tecnológico, dotado por la misma naturaleza de un fino órgano prensil y de un potente programador orgánico. El ambientalismo no se debería refugiar en un ecologismo fácil No es posible ya el retorno al paraíso ecosistémico. No podemos colocarnos de nuevo en la seguridad del nicho, para escapar allí al peligro de la destrucción. El destino prometéico del hombre nos puede llevar a la muerte, pero puede igualmente reconstruir el sentido de la vida.

Ahora bien, para reconstruir la vida necesitamos mucha más ciencia de la acumulada hoy en día en la memoria cultural y necesitamos sobre todo una ciencia diferente. Necesitamos una ciencia que aprenda de nuevo a entablar el diálogo de saberes y a través del diálogo, permita conocer y reconstruir el complejo tejido de la vida. Situados hoy en día ante el tentador y peligroso reto de la tecnología genética, no tenemos más alternativa que afrontarlo. Ello no debe ser un destino trágico, sino un futuro exultante. La vida, en alguna forma, nos pertenece, mientras la tengamos encerrada en el mapa del genoma y ello a pesar de las protestas platónicas. Está en nuestras manos el modificarla. La única norma ética que debería regir esta aventura está en el reconocimiento de los límites mismos de la ciencia. La vida se ha construido pacientemente a lo largo de millones de años en un complejo tejido de coincidencias y de incertidumbres. Cualquier error introducido por la tecnología humana, puede ser definitivamente fatal.

El futuro de la vida está ligado necesariamente al sentido que le demos a la cultura. Por ello la responsabilidad ambiental va mucho más allá de unas cuantas fórmulas tecnológicas o de algunas recetas económicas. Es el sentido que le demos a la articulación de la cultura el que va a permitir que podamos cumplir nuestro reto prometéico o que seamos arrollados en el vértigo de nuestra propia aventura. El hombre es la primera especie que puede suicidarse, pero su suicidio significa la masacre de la naturaleza. Ya han perecido suficientes especies en la orgía de una cultura que se ha construido a espaldas de la naturaleza, siguiendo el dictado sibilino del dogma platónico. De lo que estamos ciertos es que el hombre no puede vivir solo en el planeta con sus animales domésticos. No se trata de un impedimento ético, sino de una exigencia genética.

Por ello el ambientalismo debería luchar ante todo por una cultura para la vida. Ello significa luchar no solamente por todos aquellos que están unidos a nosotros en la sangre de la materia, sino igualmente y ante todo, por los que compartimos el destino humano. La esclavitud del hombre acaba por convertirse en esclavitud de la naturaleza. La mayor parte de los desastres ambientales de hoy, los ha ocasionado sin duda la tecnología, pero una tecnología orientada por la desigualdad y por el odio. No son la ciencia y la tecnología, sino la guerra y la desigualdad los que amenazan nuestro futuro. Hace treinta años se viene advirtiendo en todos los informes internacionales sobre el peligroso abismo que se abre cada vez más profundo entre riqueza y pobreza y ningún esfuerzo diplomático ha logrado modificar ese curso fatídico. Todos los esfuerzos por construir un nuevo orden económico internacional se han estrellado contra las férreas leyes del mercado. La brecha entre saturación y hambre, entre sobreconsumo e indigencia es la que puede acabar consumiendo al hombre y al planeta en un holocausto común.

Ni la dignidad humana ni los límites de la naturaleza soportan esa orgía de poder y ese drama de hambre que despliegan todos los días ante nuestros ojos los canales de televisión. Pero si somos capaces de mirar el corazón mismo del problema, descubriremos que no es otro que el impuesto por las leyes rígidas del mercado. El Capital no ha encontrado ninguna otra manera de reproducirse, si no es a través de la acumulación y, por lo tanto, de la marginación de sectores cada vez mayores. La gula proteínica del Norte, está ligada por los ocultos caminos del mercado, con el hambre del Sur. Quinientos años de colonialismo europeo dieron como resultado la actual geografía del hambre. Es trágico ver como las tribus de Zimbabwe están recuperando por la violencia la tierra de sus ancestros, pero cuando nos escandalizamos al ver las escenas a través del pacifico reflector de nuestro televisor, nos olvidamos fácilmente que fue igualmente por la violencia como los europeos se apoderaron de las tierras africanas y todavía las conservan. ¿Qué decir de los europeos criollos que se apoderaron en toda América Latina de las tierras indígenas?

La lucha que nos queda por delante, es, por lo tanto, larga y difícil. No sé si seremos capaces de atacar el corazón del problema, porque hasta el momento, todas las soluciones, han preferido soslayarlo. Por eso vienen fracasando los convenios sobre el cambio climático y por eso no hemos podido salvar todavía de la destrucción el cinturón húmedo del planeta. Pero tarde o temprano las presiones de la madre tierra nos obligarán a la transformación radical de la cultura y deberíamos estar desde ahora preparados para ello. Por esta razón, la consigna ambiental debería ser la exigencia del cambio cultural y no la perpetuación de un supuesto desarrollo sostenible, que pretende dejar intacto el corazón del sistema.


El Retorno de Icaro: Muerte y vida de la filosofía.
Una propuesta ambiental.
Augusto Ángel Maya
ASOCARS, IDEA, PNUMA, PNUD.
Bogotá, Noviembre 2002.












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