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Aventuras del arte colombiano

Publie le Viernes 14 de enero de 2005 par Open-Publishing

Enrique Grau, Juan Antonio Roda y Eduardo RamírezVillamizar son algunas de las más sensibles pérdidas del arte colombiano en el año que terminó

Por William Ospina


EL CENTRO CULTURAL Y EDUCATIVO español Reyes Católicos presentó a fines del año pasado su muestra "Medio siglo de plástica colombiana", con la curaduría de Juan Ignacio Pujol, que incluía obras de Enrique Grau, David Manzur, Luis Caballero, Armando Villegas, Ana Mercedes Hoyos, Fernando Botero, Guillermo Wiedemann, Alejandro Obregón, Juan Antonio Roda, Omar Rayo, Édgar Negret y Eduardo Ramírez Villamizar. Tres de estos artistas, Caballero, Wiedemann y Obregón, habían muerto hace años. Seis de ellos, Manzur, Villegas, Hoyos, Botero, Rayo y Negret, afortunadamente viven y están en la plenitud de su capacidad creadora. Los otros tres, Enrique Grau, Juan Antonio Roda y Eduardo Ramírez Villamizar, son algunas de las más sensibles pérdidas del arte colombiano en el año que terminó.

Como un pequeño homenaje a su vida y a su obra, quiero recoger aquí la breve presentación que hice de estos tres grandes ausentes en el libro que acompaña la exposición. Del primero, Enrique Grau, nacido en 1920 en Cartagena, se expuso en esta ocasión una serie de obras vigorosas y polémicas sobre la violencia colombiana, pintadas en carboncillo y pastel sobre papel.

Enrique Grau es un enamorado de la materialidad del mundo. Tal vez densifica tanto los cuerpos porque quiere recorrer y reconocer su carnalidad y su erotismo, pero también nos hace sentir en todo momento su fascinación por las cosas. Concede trascendencia a sus objetos convirtiéndolos en parte de otra realidad, ligeramente idealizada, más intensa, más maciza, más ritual, más carnavalesca. En sus obras el énfasis se convierte en ritual, el disfraz se dignifica en cortejo ceremonial, la realidad cotidiana se transfigura en leyenda. En su pintura todo está a punto de ser ornamental, y se salva por la contundencia de sus dimensiones, por la franqueza de sus sentimientos, por la vivacidad con que el pintor se aproxima a sus temas, siempre con pasión y sin fingimiento. En el universo de esta mirada tierna e irónica nada es traje, todo es disfraz, nada es mobiliario, todo es utilería, nada es realidad, todo es representación. El poeta José Manuel Arango hablaba del momento en que "los objetos se alargan para entrar en la noche". En la obra de Grau los cuerpos parecen ensancharse para entrar en la memoria y en el mito, y la desmesura tiene sentido estético: un apartarse de las dimensiones establecidas, un inspirado cambio en el sentido de las proporciones, un espacio donde ver es asistir a una aventura de la carne, y donde vivir es ingresar en una fiesta misteriosa entre desconocidos.

JUAN ANTONIO RODA nació en Valencia, España, en 1921. Su muestra incluye tres cuadros abstractos densos y misteriosos: El Santuario, de 2002, El Escorial, de 1961, y La lógica del Trópico, de 1999, además de un autorretrato de grandes trazos, lleno de fuerza expresionista, de 1982.

EN LA OBRA DE GRAU LOS CUERPOS PARECEN ENSANCHARSE PARA ENTRAR EN LA MEMORIA Y EN EL MITO....

Juan Antonio Roda es al mismo tiempo un artista más intelectual y más sutil. No busca solamente la piel o el aspecto, persigue una sustancia espiritual, algo que sea a la vez la contorsión del dolor y la luz del concepto. Sus delirios de monjas muertas eran una imagen pero eran también un pensamiento. Si Roda pinta un animal, no quiere atrapar sólo su inocencia sino, si así puede decirse, su tragedia. Y no hay retrato suyo que no cale hondo en el significado. Por eso es tan importante que, siendo un gran dibujante y un gran realista, haya derivado hacia la abstracción. En él la abstracción final no es una pérdida de la espacialidad sino la conquista de una suerte de espacio puro, como las borrascas de luz entre las nubes, como los remolinos en el agua, como las tempestades de espuma. Lo que se ha liberado de la forma sin perder por ello presencia, consistencia y sentido. Hay en él un diálogo del color con la tiniebla, de la sombra indecisa con las líneas que parecen sugerir sueños en ella, de la pasión pensativa con la mano laboriosa que juega y que interroga el misterio del espacio.

EDUARDO RAMÍREZ VILLAMIZAR nació en Pamplona, Norte de Santander, en 1922, y está presente en la muestra con seis obras: Peine del viento, (escultura) 1978; Sin título, (escultura) 2002; Modular rojo (escultura) 1971; y tres pinturas Sin título, de 1958.

Ramírez Villamizar no parece estar demasiado ávido por que sus esculturas se asocien con formas naturales, ni siquiera por la vía del contraste. A lo largo de toda su vida pareció complacerse con la búsqueda de formas puras, juegos de planos, superficies, líneas y sombras que discurren en un universo puramente musical, y que aluden al mundo como pueden hacerlo las grandes tramas que sustentan el tejido de la realidad, los ritmos en que se inscriben todas las cosas, los acordes que despiertan en ellas la luz o la lluvia. Cierta vez, paseando por su jardín, le pregunté por qué tantas figuras geométricas de sus esculturas solían ser oblicuas. Creo que me respondió que era algo caprichoso, pero yo recordé unos versos de Emily Dickinson: "Dí toda la verdad, mas dila al sesgo/ el arte está en decirla oblicuamente". Los versos le gustaron porque después me los repitió en distintos momentos. Lamento, en nuestra breve amistad, no haberle podido decir otros, en los que me hizo pensar muy intensamente una escultura suya, blanca, sujeta a continuos cambios a medida que se desplazan sobre ella la luz y la mirada del observador en movimiento. Todas sus variaciones de color las producían las distintas luminosidades del blanco y el tejido de sombras. Sentí el carácter profundamente filosófico, por no decir religioso, de esas armonías físicas en el espacio vacío del color, su raigambre oriental, y recordé el más bello de los haikú de Basho que conozco: "Narciso y biombo. / Uno al otro ilumina. / Blanco en lo blanco".

A MITAD DE AÑO, y justamente por los días de su muerte, tuve el privilegio de conocer la ciudad de Pamplona, y en ella el extraordinario Museo que le dejó a su ciudad nativa el maestro Ramírez Villamizar. Pocos espacios más bellos y más conmovedores, en una ciudad llena de belleza y de historia. Allí sentimos muy intensamente la ausencia del artista, pero también su presencia, el exquisito juego de formas y colores de sus obras que noblemente armoniza con la arquitectura, la lección de sensibilidad y de equilibrio para las nuevas generaciones que ojalá sigan visitando el Museo y perpetuando ese legado que Eduardo Ramírez Villamizar forjó para todos.

SI RODA PINTA UN ANIMAL, NO QUIERE ATRAPAR SÓLO SU INOCENCIA SINO, SI ASÍ PUEDE DECIRSE, SU TRAGEDIA.