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Precisiones al artículo "Nietzsche y la poesía"

par Hernán Montecinos

Publie le Domingo 12 de agosto de 2012 par Hernán Montecinos - Open-Publishing

Recientemente, se ha publicado en algunos medios digitales un artículo escrito por Alejandro Lavquen, titulado, “Nietzsche y la poesía”. Lavquen, poeta al fin, reivindica al filósofo de Sils María en dicha condición, haciendo oír su reclamo por la poca importancia que la comunidad intelectual le ha dado al género poético, presente en la vasta obra literaria del filósofo.

Al respecto, señala: “La comunidad intelectual, siempre gozosa –en general- de las clasificaciones metafísicas, encasilla al autor, mayoritariamente, como filósofo, pero Nietzsche fue en esencia poeta, lo de filósofo viene por añadidura, como complemento elemental u obvio si se quiere. Todo poeta posee nichos de filosofía y todo filósofo contiene semillas de poesía, pero no todos desarrollan esas facultades de la manera como lo hizo Nietzsche”.

Ahora bien, concordando con el articulista de que hace falta reivindicar a Nietzsche en su condición de poeta, sin embargo, no podría estar de acuerdo respecto de aquella afirmación, -por lo demás taxativa- en cuanto a que Nietzsche fue en ”esencia” un poeta y que lo de filósofo habría que agregárselo por “añadidura”.

En mi opinión, un desmedido entusiasmo de Lavquen, subjetivado, tal vez, por su propia condición de poeta.

Sin embargo, este tipo de afirmación no es nuevo. En efecto, a este respecto, Werner Ross, en los primeros párrafos de su biografía sobre Nietzsche (“El águila angustiada”), queda prisionero también dentro de esta impronta al recriminar a Martín Heidegger porque en su obra (Nietzsche), no se refiere al solitario caminante de “Sils María” en su condición de persona, sino en su actividad filosófica. En uno de sus párrafos dejará oír su queja:
Nietzsche ha tenido la desgracia de pasar a la posteridad como filósofo cuando él habría deseado hacerlo como apóstol u oficial de artillería, poeta lírico o compositor, revolucionario o reformador; en último caso, como bufón o Dios. Una desgracia de hecho, pues así sigue viviendo justamente como lo que no quería ser, lo que su doctrina quiso eliminar de una vez por todas: espíritu puro en vez de figura completa».

Desde otra orilla, hay quienes piensan que Nietzsche no es filósofo, sino anti filósofo, ello porque según Alan Badiou, la anti filosofía «es siempre lo que, en la plenitud de sí misma, enuncia el nuevo deber de la filosofía o su nueva posibilidad en la figura de un nuevo deber». Claro está, en lo personal, no podría estar de acuerdo con este juicio, porque en dicho caso hasta Marx sería un anti filósofo, al imponerle a la filosofía un nuevo deber: “transformar la realidad y no interpretarla”. Cito la referencia para dejar constancia que en materia de interpretaciones, Nietzsche da para todos los gustos.

Como vemos, hay quienes se resisten a reconocer que la esencia motivadora que dinamiza el pensamiento y obra de Nietzsche, es de naturaleza filosófica. Filosófica, en cuanto sus reflexiones tienen su centro en una crítica radical en contra de la metafísica, la que se propone superar, o mejor aún, en palabras del propio filósofo, “transmutar”, “transvalorar”. Ese es el meollo del asunto, en cuestión porque todo lo hace girar en función de esa idea fuerza principal. Si recurre a la filología, la psicología, la poesía, etc., estas categorías sólo las utilizará como armas y estilos para enfrentarse de mejor modo a esa lucha cuerpo a cuerpo que mantiene en contra de la metafísica.

Para Nietzsche, la metafísica ha sido considerada erróneamente como la instauración de un mundo verdadero, caracterizado por su presencia sin límites; una extensión absoluta en el tiempo para hacer que la idea que se tenga sobre el objeto sea inmutable, trascendente, obviando y soslayando su mutabilidad. Esta forma de razonar es el núcleo central al que apunta la crítica de Nietzsche, por tanto, será su tarea el socavarla desde sus propios fundamentos. Una tarea deconstructiva inspirada bajo el convencimiento de que, según la tradición metafísica, es la razón la que nos conduce a la contemplación del mundo verdadero, en cambio, para Nietzsche, la razón es el artífice de la fabulación del mismo.

En todo caso, pareciera ser que los que aún se empecinan en desconocer la naturaleza filosófica de la idea fuerza que inspira el pensamiento y obra de Nietzsche, tendrían razones comprensibles, razones por lo demás que se arrastran de larga data. En efecto, ya en su primer libro “El nacimiento de la tragedia” (1872) Nietzsche, no fue interpretado desde un punto de vista filosófico sino, desde el punto de vista biográfico, psicológico, literario o como crítico de la cultura. Sólo muy tardíamente su pensamiento logrará ser acogido en el seno de la filosofía propiamente dicha, fundamentalmente, a partir de la lectura que de su obra hicieron Karl Jaspers (1935) y Martín Heidegger (1936-46); sobre todo, este último quien con su obra, en dos volúmenes, publicada el año 1961 (Nietzsche), logra despertar interés en la comunidad filosófico-intelectual para empezar a centrar su atención en el filósofo Nietzsche, línea reafirmada posteriormente por filósofos de la talla de Bataille, Deleuze, Fink, Vattimo, Cacciari, Klossowski, Derrida, Foucault, etc.

Ese desapego, en sus comienzos, de no vincular sus ideas con un centro filosófico queda muy bien explicitado por Eugenio Fink (la filosofía de Nietzsche) en el momento que señala: «tal vez, ningún filósofo haya encubierto su filosofar bajo tanta sofistería....» Y, más aún, “cuando su filosofía se encuentra «oculta en sus escritos, encubierta por el esplendor de su lenguaje, la potencia seductora de su estilo, la inconexión de sus aforismos, y escondida tras su personalidad fascinante».

Y no deja de tener razón, si consideramos que Nietzsche fue un pensador muy atípico, singular, uno de los pocos casos en que mucho después de su muerte (25.08.1900), recién empieza a ser reconocido en el mundo intelectual como filósofo, tomándose conciencia que sus ideas nos muestran algo distinto, algo especial, algo que no han podido mostrar otros filósofos. En efecto, siendo cada filósofo distinto a otro, en la medida que sus ideas son anteposiciones a ideas que les antecedieron, en este punto hay que insistir: Nietzsche se muestra más distinto que ningún otro; tal es así que él mismo, a modo de presentación, nos advierte en Ecce Horno: «... ¡Sobre todo, no me confundáis con otros!» Advertencia que hay que tomar en serio, porque no sólo es crítico de tal o cual filosofía, o tal o cual filósofo, sino de toda la filosofía y de todos los filósofos; incluso más, crítico de todos los valores que han dado sustento a la cultura occidental.

En esta línea, como crítico y maestro de la sospecha, someterá a su aguda reflexión cada uno de los errores, aberraciones e inconsistencias de los valores tenidos por ciertos, levantando una denuncia formal contra los ignominiosos errores del intelecto. Así, comprometido tempranamente contra el filisteísmo cultural de su época, criticará la moral hipócrita imperante y las extralimitaciones de la razón en su pretensión de querer instituir la verdad como dogma. En este sentido, no escatimará esfuerzo para poner al descubierto el verdadero carácter de muchas de las acciones que se creían servir al progreso de la sociedad, muchas de las cuales hoy nosotros quisiéramos hacer desaparecer de nuestra vista.

A no dudar, uno de los mayores aportes que hoy le podemos reconocer es que, en una época en que las ideas se trivializan, las suyas acuden en nuestra ayuda para darnos luz en medio de una oscuridad abismante. Lo dicho, porque estando la filosofía asociada con el atributo exclusivamente humano de pensar, no hay nadie mejor que él para estimularnos a hacer ejercicio de este humano atributo; mérito notable, del momento que se atreve a formular preguntas allí donde nadie las había hecho y advierte los problemas donde no se cree que los haya habido. Una forma de pensar que ofrece la posibilidad de distintos modos de acercamientos, poniéndonos ante la alternativa de sucesivos replanteamientos en la visión de cada uno de los problemas; un pensar que no pretende decir la última palabra, sino un comienzo, una nueva visión, una perspectiva que se recrea en un ciclo que nunca se agota.

Es en este contexto que, más allá de la duda metódica de Descartes, Nietzsche somete las verdades a una implacable duda en que ninguna esfera se salva: la metafísica, la moral, el cristianismo, el arte, la ciencia, la historia y la misma filosofía pasarán por su criba. En su desconfianza hacia los valores establecidos, no se inhibirá para poner en duda la pretendida universalidad de nuestros conocimientos fundados en valores tradicionales y dogmáticos, recordándonos, a la vez, que la fe en nosotros mismos es una ilusoria creencia, una ficción “humana; demasiado humana”. Para él, no podría ser de otro modo, pues siendo la existencia un devenir, siempre se nos presentará ambigua y por tal, hemos de guardarnos de arrebatarle tal carácter, reduciéndola a una interpretación definitiva y única.

Tomando en cuenta estos y otros aspectos, podemos concluir que Nietzsche, más que ningún otro, desde la filosofía ha logrado romper aquellos dogmas y visiones que habían logrado mantenerse inamovibles por siglos. En buena medida podríamos decir que, a partir de él, hemos aprendido a desconfiar y mostrarnos recelosos respecto de aquellas ideas que han pretendido imponérsenos como verdaderas y revestidas de trascendencia y universalidad.

Por estas y otras razones hay que tener presente que dejarse atrapar por Nietzsche, aceptar sus contradicciones, sentencias y admoniciones es dejarse seducir por un discurso que se compromete en una crítica radical a la metafísica. Crítica que, en su materialización, deja de razonar desde un punto de vista puramente intelectivo para pasar a reivindicar las formas más pretéritas del pensar, aquellas que fueron dejadas de lado tras un largo y milenario proceso de alienación (pasión, voluntad, instintos, deseos, etc.). Un compromiso de volver a lo concreto, a la tierra, al cuerpo y a las fuerzas de la naturaleza; rechazando las esencias abstractas y universales que hipostasian la realidad. En último término, volver a ser «un ser viviente antes que un mero aparato de abstracción». En fin, un filósofo único y singular, aquel que después de más de veinte siglos de historia filosófica, logra crear un nuevo horizonte ontológico en la filosofía, liberándonos de quedar entrampados en un pensamiento puramente metafísico y, por tal, eximiéndonos de tener que buscar refugio en lo puramente trascendente, en lo único y lo universal.

Y no podría ser de otro modo, en cuanto su pensamiento y obra entregan un mensaje vivo y conmovedor, especialmente, para las jóvenes generaciones, los que al momento de leer sus textos no podrían dejar de experimentar una visión estética gratificante, al ver en él al filósofo que se la juega a favor de la emancipación de aquellas verdades establecidas según la deseabilidad del espíritu de rebaño y que, en buena medida, siguen siendo hoy insoportables verdades que se mantienen en el horizonte cultural más contemporáneo.

No obstante, sin lugar a equívocos, podemos concluir que Nietzsche, sobreponiéndose a las dificultades que tuvo que enfrentar, tiene el mérito de habernos logrado introducir en una nueva ilustración filosófica, consumando aquello a lo que no se atrevió la filosofía tradicional, demasiado ocupada de dar cuenta sólo de aquello que pudiera estar sometido a la justificación y la prueba. Por ello, quien se decida a conocer su pensamiento y obra tendrá que estar agradecido de quien supo brindar la consecuencia de su pensar y de su humano sacrificio.

En efecto, su voluntad de ruptura para con el discurso filosófico tradicional le imponen efectuar una profunda transformación en las maneras del decir propias de la filosofía. Ello, porque su marcada fuerza polémica no lo conformaba sólo en contradecir a tal o cual filósofo, en tales o cuales aspectos; o bien, sustituir un concepto por otro, o negar donde los otros afirmaban y alabar aquello que los mismos denigraban. Mucho más que eso, Nietzsche se sintió emplazado al envite de una ruptura total con la tradición entera del pensamiento occidental, lo que lo obligó a pensar de modo diferente; dando luz a nuevas formas, sobrepasando los marcos dentro de los cuales el Occidente platónico y cristiano acostumbraba darse a entender. Para él, no hay una sola manera de pensar y actuar; el pensar no puede auto limitarse imponiéndose arribar a una verdad única. Por eso, introducir la cuestión del estilo en filosofía significará, para Nietzsche, una defensa del pluralismo contra todo dogmatismo del pensamiento, aquel dogmatismo a que nos ha llevado el platonismo y el cristianismo no dejándonos más posibilidad que pensar siempre metafísicamente, induciéndonos así a reducir todo nuestro pensamiento a la cuestión ontológica, a la cuestión del ser y de la trascendencia.

Por último, quienes conocemos la obra de Nietzsche sin equívocos podemos concluir que Nietzsche es contradictorio, tan contradictorio que lo que dice en unas primeras páginas en las siguientes no tiene reparos para decir lo contrario sobre un mismo asunto o tema. De lo dicho, pudiéramos concluir que Nietzsche es contradictorio en todo lo que piensa y escribe. Sin embargo, pensarlo así sería un juicio errado, porque si bien es contradictorio en los más variados tópicos que abordó, no lo es en cuanto al meollo central de sus ideas, esto es, su discurso y crítica radical en contra de la metafísica. Nunca, en ningún pasaje se alejará de esta idea central.

En efecto, desde sus primeros escritos, el filósofo manifestará una idea precisa de la filosofía, no apartándose de ella durante toda su vida. En sus cuadernos de infancia y notas de juventud, se empiezan a vislumbrar ya las orientaciones centrales de su pensamiento filosófico posterior:
«Mi filosofía es un platonismo al revés». (anotación póstuma escrita antes de la publicación de su primer libro)

En esta temprana reflexión, Nietzsche sintetiza todo el centro de su pensamiento filosófico, esto es, una enconada lucha contra la Idea platónica, como expresión fundante de la metafísica.

Más aún, el año 1862, cuando apenas se empinaba sobre los 17 años de edad, encontramos unos escritos de juventud bajo el título “Destino e Historia”; importante, en cuanto contiene aspectos sustantivos que servirán de base para el nudo central de su pensamiento filosófico posterior:
«Pero tan pronto como fuera posible, mediante una fuerte voluntad, derribar todo el pasado del mundo, nos situaríamos inmediatamente en la línea de los dioses independientes, y la historia del mundo ya no sería para nosotros sino un quimérico ensimismamiento; cae el velo y el hombre se encuentra de nuevo como un niño que juega con mundos, como un niño que despierta con el crepúsculo matutino y riendo se sacude de la frente los horribles sueños». «...No estamos sometidos desde nuestros primeros días al yugo de la costumbre y de los prejuicios, no estamos impedidos en el desarrollo natural de nuestro espíritu por las impresiones de nuestra infancia?»
De otra parte, más adelante, en carta a su amigo Gersdorff 07.04.66), después de relatar una tormenta, agregará lo siguiente:
« ¡Qué me importaba el hombre y su intranquilo deseo! ¡Qué me importaba a mí el eterno ‘debes’, ‘no debes’! Qué diferente el rayo, la tempestad, el granizo, las fuerzas desatadas, sin ética! ¡Qué felices, qué poderosas son, pura voluntad sin la confusión del intelecto!».

Se desprende de este juicio, una temprana reivindicación del mundo sensible, al poner en primer plano las fuerzas de la naturaleza, fuerzas ajenas a todas las formulaciones arbitrarias creadas por el intelecto.

Siguiendo en la línea, poco después, en abril de 1867, Nietzsche hace una declaración a su amigo Deussen del siguiente tenor:
«Mis perspectivas para el futuro son imprecisas, por lo tanto buenas, pues sólo la certeza es horrible...».

En otra carta, enviada a su amigo Gersdorff, en una de sus partes podemos leer:
«... Que Zeus y todas las musas me preserven de ser un filisteo, un anthropos ámousos, un hombre de rebaño» (13.04.68).

Y por si fuera poco, en su primera obra (El nacimiento de la tragedia, 1862) analiza la dicotomía conceptual entre lo apolíneo y lo dionisíaco, términos que ejercerán una función clave en todo su pensamiento filosófico posterior.

Más adelante, en la década posterior al 80, sobran sus juicios para reiterar los elementos conceptuales más fundamentales que, desde sus primeros apuntes, empiezan a darnos luz de lo que irían a ser sus ideas filosóficas ya en su edad madura:
«Afortunadamente soy un ser viviente y no una mera máquina de analizar y un aparato de objetivación» (Carta a Franz Overbeck, 14.11.86).

Concluimos entonces, que en sus cuadernos de infancia y notas de juventud, se empiezan a vislumbrar ya las orientaciones centrales de su pensamiento filosófico posterior. En definitiva, desde muy temprana edad Nietzsche deja en evidencia que el centro de su obra, su esencia, gira y se dinamiza a través de un discurso anti metafísico.

Por ello, Ivo Frenzel, en su biografía de Nietzsche, no tiene reparos en afirmar: «Los grandes temas de Nietzsche surgen en épocas tempranas y se mantienen luego con el correr de los años, de modo que aquel que pretenda iniciar el estudio del filósofo alemán, no necesita sumergirse de entrada en la intrincada problemática de las obras póstumas o de su última época. El pensamiento de Nietzsche puede también ser descubierto y comprendido a partir de sus creaciones anteriores».

Con mayor énfasis, aún, esta coherencia la destacará Maurice Blanchot, distinguiendo dos discursos: el primero, retoma los temas fundamentales de la filosofía, es sistemático y obedece a las reglas lógicas. El segundo, en cambio, es asistemático y fragmentario:
«Existen dos hablas en Nietzsche. La una pertenece al discurso filosófico, a ese discurso coherente que a veces Nietzsche desea llevar a su culminación al componer una obra de envergadura análoga a las grandes obras de la tradición. Los comentaristas lo reconstruyen. Sus textos fragmentarios pueden considerarse como elementos de ese conjunto. Pero queda el hecho claro que Nietzsche no se contenta con ello. E, inclusive, si una parte de sus fragmentos pudo ser relacionada con una especie de discurso integral, es patente que éste -el cual constituye la filosofía misma- es superado siempre por Nietzsche, quien más bien lo supone en lugar de exponerlo, a fin de poder discurrir más allá, de acuerdo con un lenguaje completamente distinto, no el lenguaje del todo, sino del fragmento, el de la pluralidad y separación» (“La ausencia del libro y la escritura fragmentaria”).